miércoles, 4 de noviembre de 2015

El lavatorio

Hoy he ido al Prado. Sí, ese sitio del que todos los madrileños nos acordamos cuando alguien nos dice que Madrid es un coñazo y que mejor cualquier ciudad pequeña con mar y tal. Entonces respondemos que tenemos teatros, los mejores museos, y mucha vidilla nocturna y que en San Sebastián, Málaga, Santander, etc, te mueres del asco un jueves por la noche... en fin esas cosas. La cruda realidad es que pisamos un museo de pascuas a ramos, vamos al teatro cuando suena la flauta y lo de la vida nocturna... mejor me callo. Pero bueno, al lío. Me escapé al Prado, en serio. 

Más que de mucho deambular por el museo, soy de quedarme en algunos cuadros un rato a ver qué me provocan. Esta vez me he quedado colgadísimo de "El lavatorio" de Tintoretto. Más allá de los aspectos técnicos, la genial perspectiva y del análisis más concienzudo, que dejo para los eruditos, lo que a mí me deja perplejo es lo rompedor que es el planteamiento de esta obra. La escena que compone Tintoretto es tan natural, tan espontánea que aun hoy es sorprendente. En vez de ponernos a unos honorables discípulos descalzos, esperando solemnemente a que el maestro les lave los pies, en una humilde casa, nos encontramos una escena totalmente casual, en un gran escenario, con unos tipos con ropas lujosas de la época,. Unos tirados por el suelo quitándose los pantalones, otro también sentado en el suelo, apoyado en una columna al fondo, otro de pie pensando en sus cosas, apoyado en otra columna, los de la mesa esperan comentando la jugada de cómo otros se descalzan, un perro en medio de todo... En fin, un desorden total perfectamente organizado.

Ahora, año 2015, imaginad que monseñor Cañizares o Rouco encargan a un pintor de renombre con mala leche como era Tintoretto, un cuadro sobre este mismo tema para la nave principal de la Sagrada Familia o la Almudena. Va el tío y se planta al cabo de unos meses con una obra en en la que aparecen en Pachá Ibiza los apóstoles vestidos de Armani, Calvin Klein y Carolina Herrera, dos de ellos tirados por el suelo y que no sabes si están de botellón o de resaca, medio despelotándose. Otro apoyado al fondo hablando por el móvil, mientras el que se supone que es Jesús aparece en una esquina lavando los pies a uno de ellos con un delantal. ¿Se lo pagaría el señor obispo? ¿tendría el suficiente criterio y apertura de miras para colgarlo en su Catedral? Desde luego a mi me ha hecho pensar.

Sabemos que la Iglesia fue el gran mecenas del arte en el Renacimiento, pero creemos que promovía un arte clásico tal y como lo concebimos ahora, fácil de digerir para la época. Santitos con aureolas, virgencitas con niños regordetes, pero realmente no era así. Cuadros como este, en su época debieron de ser realmente revolucionarios. Los deanes, obispos, abades, papas recibían obras de vanguardia, no representaciones académicas y convencionales, sino obras con un lenguaje nuevo, arriesgadas. ¿Sigue siendo la Iglesia un promotor artístico de vanguardia? Eso es un tema para otro post. Así, de entrada diría que ni de coña, pero tendría que darle una vuelta. 




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