Me ocurrió ayer con varias, bastantes obras, sobre todo paisajes, aunque bien podrían haber sido retratos o bodegones. Sus autores consiguieron que yo reconociera su mirada sobre esos paisajes. Y al identificar su visión, su concentración, su entusiasmo, su nostalgia o su repugnancia, al observar lo que pintaban, me adentré en un mundo perdido que jamás volverá, en su mundo. Unos campos de labranza que, aunque viajara hasta el punto exacto donde fueron pintados no estarán ahí. No porque ahora hay un polígono industrial, ni porque un horrible tractor haga el trabajo de esa cuadrilla de campesinos. Aunque todo hubiera permanecido exactamente igual, aunque hasta las mismas líneas del arado no se hubieran borrado en esos campos, mi mirada no sería la misma. Esas hojas no caerían igual, ni las espaldas de esos campesinos estarían tan vencidas, el viento no acariciaría el trigo de esa manera y esos soles no quemarían con esa intensidad. Estas obras no son documentos gráficos de cómo era el mundo en aquella época, al menos no sólo. No son pinturas de paisajes, son paisajes de almas, las de Van Gogh, las de Millet, las de Pisarro. En eso encuentro el máximo placer de contemplar estos cuadros. Porque son pedazos de un mundo perdido, el universo interior de cada uno de estos genios. Sus obsesiones, sus filias, sus fobias, sus estados de ánimo. Sus instantes.
Puede que todo esto no sea más que una obviedad, pero a veces las obviedades esconden el verdadero valor de las cosas y precisamente por ser evidentes no se les concede ni el derecho a unos solitarios párrafos....
No hay comentarios:
Publicar un comentario